El pasado mes de agosto, tuvimos la gran oportunidad de participar en el Ciclo del Kerygma en la Parroquia Nuestra Señora de Guadalupe. Una de las ponencias que se expusieron fue la que quiero compartir en este espacio, como reflexión en este mes de octubre en que la Iglesia ora, ofrece sacrificios y dinero para realizar lo que el Papa nos recuerda:
"el compromiso misionero sigue siendo el primer servicio que la Iglesia debe prestar a la humanidad de hoy, para orientar y evangelizar los cambios culturales, sociales y éticos; para ofrecer la salvación de Cristo al hombre de nuestro tiempo, en muchas partes del mundo humillado y oprimido a causa de pobrezas endémicas, de violencia, de negación sistemática de derechos humanos."
BXVI Mensaje para Jornada Mundial de la Misiones 2007
Me parece que esta reflexión de este entusiasta fraile, es un buen punto de partida para remojar las barbas y hacer misión ¡ya!
Gracias Fray Víctor por este aporte tan elocuente.
¡Que la Santísima Virgen María, en su fiesta del Santo Rosario, nos conceda una Iglesia decididamente misionera!
¿Cómo hacer que los alejados vuelvan a la Iglesia?
Fr. Víctor Ml. Mora Mesén, OFM Conv.
Antes de hacer algunas consideraciones acerca de esta pregunta me parece prudente hacer unas reflexiones retomando la metáfora que hace algunos años motivaba la pastoral de la diócesis, “Estar en la calle”, porque la intuición pastoral sin duda alguna era correcta: existe un mundo diverso al eclesial y debemos tomar conciencia de él, para ello es necesario conocerlo tal y como es. De hecho, la “calle” es ese espacio público donde nos podemos encontrar con los “alejados”. Los medios de expresión de este mundo son variados: MCM, expresiones artísticas informales, manifestaciones públicas en espacios abiertos, etc.
Ahora bien, salir de la propia casa (los espacios eclesiales y eclesiásticos) y entrar en el ámbito de lo público, significa dejar un espacio regido por las propias reglas, acondicionado para satisfacer nuestras necesidades, y enfrentarnos con la diversidad. La calle es el lugar del encuentro con lo diferente. Sólo unas cuantas reglas son comunes: las necesarias para poder convivir en medio de tanta variedad. Imponer las reglas de nuestra casa a los de fuera, incluso a los “alejados”, ha resultado ser una tarea ilusoria, porque no todos quieren aceptar la ética que predica la Iglesia por muy variadas razones. Por eso, para estar en la calle tenemos que aceptar que somos uno más y no los que definimos lo “correcto”. Una actitud opuesta suscitará de inmediato un mayor rechazo y una condena abierta: en la calle no hay una autoridad, es el lugar de la opinión no censurada e incluso una posible cuna de subversión.
No hace mucho tiempo, los costarricenses podíamos tener más ideas en común acerca de la vida y su sentido. Pero vivimos en una sociedad que ha cambiado mucho. Sin querer hacer un juicio acerca de la “moralidad” de esta situación, no nos queda más remedio que aceptar que la calle ya no es la misma. Ha dejado de ser un lugar seguro, porque en ella se vive el debate, que pone en evidencia nuestras inconsistencias, los prejuicios acerca de la institución eclesial y las afirmaciones (informadas o no) sobre personas, medios, grupos, entre otros. Además, en la calle se manifiesta la violencia, injusta e institucionalizada (el mercado, la pobreza, la corrupción, la degradación). En fin, en la característica más propia de la calle es que en ella las cosas se ponen al descubierto: los discursos prefabricados se cuestionan, las posturas ideológicas se critican, la vida personal se vuelve chisme y las pretensiones absolutistas encuentran miles de opositores.
Cuando en la Iglesia decimos que es necesario salir a la calle, tenemos que tener presente que no puede ser de la misma manera que antes. Ya las procesiones no significan lo mismo, el discurso religioso no es único, ni las costumbres se rigen por los valores de antaño. Tampoco nos es lícito pretender que vamos a salir para que otros vuelvan a entrar. El proselitismo es visto con malos ojos, porque el afán de poder está detrás de él. Por ello, es importante que nos cuestionemos para qué vamos a la calle.
Si nos remontamos a nuestros orígenes, el primero en salir a la calle fue el mismo Jesús. Pero él no estaba cargado con el peso institucional. El vivió en la sencillez del amor de Dios que se ofrecía sin más a todos: a los publicanos, a los pecadores, a la gente sencilla, a los necesitados y a los que se sentían rechazados en una sociedad marcada por la injusticia. Hoy podemos encontrar una situación muy parecida en la calle: muchos padecen no sólo necesidad material, sino también desprecio y agresión, es una sociedad basada en el egoísmo. Si los de la Iglesia vamos a ir a la calle, es junto a las personas que debemos estar. Y no necesariamente con un catecismo, sino con un corazón transformado por la humanidad de Dios. Y esto se traduce en cosas muy concretas:
1. Renuncia al autoritarismo. Porque Jesús se convirtió en servidor, sin pedir nada a cambio. Uno de los grandes males de nuestra Iglesia es defender nuestra “autoridad”, antes que ser propuesta de solidaridad.
2. Reconocer que no podemos imponer nuestra forma de ver el mundo. Hoy la sociedad es plural, se piensa de formas muy diversas. Sólo podemos ocupar el puesto del interlocutor, no del maestro. Para ello es necesario que no tengamos miedo del pensamiento crítico, sino que seamos capaces de generarlo, con el Evangelio en una mano y con el libro de la vida humana –al modo de San Agustín– en la otra.
3. Volver a la sencillez de Jesús. Ciertamente las palabras del predicador de Galilea eran fuego, pero porque se hicieron carne en su propia vida. No hablaba de teorías, sino de cómo la palabra de Dios se hacía presente por medio del amor. Si no tenemos un compromiso con el ser humano, no hay autoridad para predicar. Y ese compromiso pasa por cosas tan sencillas como la amabilidad, el respeto a los demás y la delicadeza en nuestra forma de relacionarnos. Es triste que se nos critique por pasar encima de los demás, por no considerar a los miembros más débiles de la Iglesia los amados de Dios. Estas pequeñas cosas, harían que nuestra experiencia de “estar en la calle”, sea una forma de expresar nuestro compromiso por vivir al modo de Jesús.
Desde estos principios, podemos volver a considerar la pregunta básica de este encuentro, pero notando que nuestra cuestionante esconde una serie de presupuestos que condicionan su respuesta y que pueden desviarnos de consideraciones serias sobre la vida de nuestra Iglesia local. En otras palabras, la pregunta sobre cómo acercar a los “alejados” a la Iglesia supone una reticencia a “salir”, a encontrarse con lo diferente. Me explico:
1. Si hablamos de alejados, nos referimos a algunas personas que han tomado una distancia con respecto a nosotros. La iniciativa ha sido de ellos y eso implica un juicio de parte nuestra. Han hecho algo negativo, que tiene que ser revertido.
2. Su condición se entiende como negativa, lo que nos hace pensar que no estar en la condición de “alejados” es lo normal y lo esperado. Es decir, que los que estamos dentro vivimos en lo correcto.
3. También podemos decir que, haciéndonos esa pregunta, sentimos que hemos sufrido las consecuencias de ese tomar distancia como algo que nos destruye. Pero es una acción que nos ha venido de fuera, lejos de nuestra voluntad y acción. Es una situación que no entendemos y que esperamos cambiar, para recuperar lo perdido.
4. Los que estamos en la Iglesia parece que somos neutrales frente a la decisión de alejarse. Por ello mismo no hay una clara crítica a la realidad eclesial tal y como esta es. Si nos entendemos como víctimas, necesitamos el arrepentimiento de aquellos que han tomado distancia y, por ello, el reconocimiento de nuestra verdad. En consecuencia, esperamos una declaración pública que determine que las posiciones de los “alejados” son falsas.
5. No se implica en la pregunta un deseo de comprender o iniciar un diálogo sobre las causas de ese alejamiento. En cierta medida existe el deseo de hacer atractiva la Iglesia, volver a seducir para que se vuelva a la pertenencia a la Institución. Pero seguimos viendo la existencia de los “alejados” como un fenómeno externo a la Iglesia desde los criterios de dentro. Es decir, desde una tautología discursiva que puede convertirse en una alienación ideológica.
6. Por todo ello, se piensa que los alejados todavía tienen lo necesario para adherirse a la Iglesia. Lo que necesitan es tener la voluntad de hacerlo. ¡Esperamos su conversión a nosotros!
Estos presupuestos que están detrás de la pregunta, me parecen que deforman nuestra visión de las cosas, parcializándola y, por ello, haciéndonos obviar otra serie de preguntas que deberíamos hacernos con seriedad:
1. ¿Estas personas alejadas tienen razones atendibles para entender su condición? No por el hecho de haber tomado distancia implica que están equivocadas. Para ser completamente racionales, deberíamos al menos considerar que pueden ser ellos los que tienen razón en sus decisiones. Claro está, alguno podría pensar que al pensar así estoy traicionando a Dios y su oferta de salvación. Ese no es mi interés, sino señalar que no necesariamente nuestra visión de las cosas es totalmente correcta. Aquí no me refiero a la doctrina dogmática o magisterial de la Iglesia, sino a las razones que tenemos para asumir cierta praxis, cierta manera de hacer las cosas en la sociedad en la que nos movemos y, por ende, de adherirnos a la pastoral eclesial.
2. ¿Estas personas se confiesan creyentes? Si así lo hacen, ¿por qué no necesitan de la Iglesia para mantenerse en la fe? ¿Cómo manifiestan su fe? ¿Qué consideran como irrenunciable a su condición de cristianos? ¿Qué cosas esenciales para nosotros, son totalmente relativas para ellos? Y esto sin ningún afán apologético, porque una de las grandes tentaciones que tenemos es repetir incesantemente nuestras razones como absolutas, a veces alejándonos de una sana racionalidad crítica cristiana. Vean que subrayo la idea de una racionalidad cristiana, que implica el ejercicio de una actividad de criticidad lógica como su condición indispensable, aplicada tanto en aquello que somos como con lo que nos rodea. Las respuestas simplistas sobre la falta de una catequesis adecuada o de procesos serios de iniciación en la vida eclesial lo que hacen es evitar que escuchemos lo que nos tienen que decir los que han tomado distancia.
3. ¿Se han alejado solo por propia voluntad o están condicionados por otras razones? Esta es una pregunta por las situaciones que las personas tienen que vivir y enfrentar diariamente. Cuestionarnos acerca de esto no es algo prescindible para nosotros, sino que es la toma de conciencia que la Iglesia no es un ente aislado de la historia y lo social, sino una institución enraizada en la vida de las personas. Y, por otro lado, si ella no se convierte en un espacio para reconstruir lo social en algo más humano, pierde su razón de ser. La vida eclesial no puede circunscribirse a las prácticas ad intra, porque entraríamos en un círculo de autopreservación que nos vuelve paranoicos, nos asfixia y nos vuelve inútiles.
4. Más importante aún, ¿por qué otras personas no se alejan, pero no tienen un compromiso más allá del mínimo? Supongo, en este caso, que estar “alejado” tal vez no signifique una no participación en el culto. Es posible que para los que participan en el culto oficial de la Iglesia, su fe no sea tan importante para su vida cotidiana como lo es para los que no participan de la vida cultual. ¿Acaso los “alejados” han tomado distancia para mantener una coherencia en la vivencia de la fe? Esto nos indica que deberíamos tener una percepción más clara acerca de las ideas que se tienen de lo religioso y su relación con la toma de decisiones diarias.
5. ¿Cómo entienden los alejados la vida de aquellos que están insertos en la Iglesia? ¿Qué les fascina y qué les repugna? ¿Qué les gustaría que cambiara y por qué? ¿Qué estamos nosotros dispuestos a cambiar y por qué? ¿Qué no queremos cambiar absolutamente y por qué? ¿Qué tememos del encuentro con lo diferente? ¿Qué nos pone en crisis? ¿Qué cosas no queremos que nos cuestionen y por qué? ¿Cuándo nos sentimos atacados? ¿Qué significa para nosotros haber perdido relevancia social? ¿Por qué la hemos perdido? ¿Es bueno que la hayamos perdido, por qué? Es común considerar como algo negativo el que la Iglesia no siga definiendo la ética común de la sociedad costarricense, pero tendríamos que evaluar el impacto que esto ha tenido al interior mismo de la Iglesia, porque no necesariamente los que están dentro comparten toda la doctrina ética de la Iglesia. ¿Qué tanto de otras “morales” perviven al margen del discurso oficial en los católicos practicantes?
6. Existe en la actualidad un movimiento intelectual que abiertamente se opone al clero. Pero, ¿se oponen a los valores cristianos? ¿Cuáles son sus verdaderos intereses? ¿Qué entienden ellos por libre pensamiento? Una vez un ministro del gobierno me dijo que cuando la Iglesia está en el poder ejerce control sobre todo aquello que se le opone, pero cuando se encuentra en una situación de debilidad predica y exige la libertad. ¿Es esta percepción correcta? ¿Qué relación tiene la Iglesia con los medios de control social? ¿Nos sentimos cómodos en una situación de debilidad? Tal vez uno de nuestros grandes problemas sea la forma de comunicar nuestro mensaje: frecuentemente se argumenta que la doctrina de la Iglesia representa la voluntad de Dios para humanidad, cuando en realidad habría que hacer muchos matices y ofrecer argumentaciones sólidas sobre la base de la experiencia humana para explicar y exponer las posiciones magisteriales sobre asuntos polémicos. Esto supondría ubicarnos en el plano de la discusión racional que se exige para un régimen democrático. ¿Queremos ser parte de ese sistema o preferimos la vía del privilegio y de la influencia para conseguir algunas victorias en la sociedad civil?
6. ¿Qué podemos ofrecer que no se encuentra en ninguna otra instancia social? Ante esta pregunta tal vez diríamos con facilidad que ofrecemos a Dios. Pero la verdad es que en nuestro contexto actual mucha gente pretende lo mismo. Me parece que la diferencia se encuentra en el nivel antropológico y no en el discursivo. Y esto porque la Iglesia es esencialmente sacramento de salvación, por lo que nuestra relacionalidad debería ser el signo elocuente de la gracia. Es nuestro ofrecimiento de una vida más humana lo que puede hacer la diferencia. Pero es importante que nos preguntemos acerca de esa calidad humana, vivida y asumida por nosotros. Porque ser cristiano significa haber asumido la condición permanente de conversión, puesto que esa ha sido la llamada fundamental de Jesús. ¿Cómo nos impulsa la existencia de los alejados a ser más consecuentes en nuestro seguimiento de Cristo, a iluminar esa necesidad de conversión al interno de la Iglesia?
Para concluir, no podemos pretender conquistar la sociedad para Cristo, porque esto supondría traicionar el espíritu de nuestra época: el pensamiento libre, la democracia la polivalencia ideológica. Nuestra acción se debe centrar en la relacionalidad, porque es el mayor legado que nos ha dado Jesús: ámense los unos a los otros como yo los he amado. El compromiso con el otro no es una ideología o doctrina, es una opción existencial que relativiza nuestra relevancia social y nos permite ser libres para renunciar a ella. Si todavía pensamos en términos de cómo lograr el éxito para garantizar una permanencia dentro de la Iglesia, terminamos por traicionar nuestra vocación más originaria.
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